Después de tanto buscar, hoy he encontrado mis primeras zapatillas de ballet. Calzaba un 33, puede que un 34. Yo las quería colgar en mi habitación, pero mi madre se ha empeñado en que las tire. Me ha costado bastante cogerlas y tirarlas a la basura, porque estuve 7 años haciendo piruetas, relevés, puntas y más puntas… Y después de dos años sin volver a sentir su tacto, se me ha echo difícil volver a deshacerme de ellas. Mi madre fue bailarina de pequeña, al igual que mi abuela. Parece ser que les iba ese rollo de ir a las academias en las que te enseñaban a no perder de vista un punto exacto; y dar vueltas y vueltas. Y la siguiente fui yo. Al principio no me gustaba la idea de pasar mi tiempo libre vestida como una niña pija con un traje azul apretado y dar saltos al ritmo de la música. Lo cierto es que también incluyó el echo de que no se me daba muy bien, pero sabía defenderme. Luego vinieron las puntas, y comencé a entender por qué mi madre estaba tan empeñada en hacerme bailar.... en hacerme sentir la música. Y con los años empecé a enamorarme del baile, de esas zapatillas que tantas heridas me hicieron en los pies, y esos saltos por los que tantos tirones me dieron en la espalda. Pero como todo, eso un día se terminó... y del ballet, pasé a un estilo mucho más rápido; movimientos secos. Como he dicho al principio, se me ha echo dificíl meter en una basura unas zapatillas que representan la mitad de mi vida, pero sé que nunca voy a conseguir deshacerme de tantos momentos de sufrimiento... que al final se convirtieron en un modo de vida.

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